"IMAGEN 21"
El médico y la enfermera vestidos de blanco impoluto parecían, bajo la lámpara iluminada del quirófano, ángeles enmascarados. Se asomaban a los ojos abiertos de par en par de Markel, que procuraba, tal y como le habían indicado, no parpadear en exceso. Ahora, ante la inminente intervención sentía frío y miedo. Su mujer, Alina, había dejado de hablarle tras conocer la noticia de su propósito de presentarse como voluntario a semejante y descabellado experimento.
-Si al menos te pagasen –había dicho quejicosa en un principio.
-El dinero no podría pagar las mejores experiencias de mi vida, ni las peores tampoco –sentenció él con aplomo.
-Pero puedes quedarte en el sitio.
-O vivir otra vida.
-¿Es eso lo que quieres?, ¿No estás contento con la que tienes?
-Si supiera lo que quiero, querida, no iría. Y contento, pues a ratos, como tú.
A él le molestaba que desde hacía años no le dejase tomar la iniciativa en nada, le anulase sentando cátedra con sus comentarios, que parecían más que opiniones, verdades irrefutables. Al final había dejado de ser él mismo, la persona que ella conoció tiempo atrás y de la que, supuestamente, se había enamorado. El matrimonio estaba en un punto gélido en el que las conversaciones eran cada vez más insignificantes y escasas, el contacto físico inexistente y cada asunto a tratar, una razón obstinada para sacar los trapos sucios y acartonados que llevaban demasiado tiempo sin ser lavados. Las coletillas cariñosas al final de cada frase se habían convertido en leves gruñidos de hastío, y las miradas habían pasado de dulces a ariscas, como las caricias de un gato cuando se cansa de juegos. Por eso, cuando se le planteó la posibilidad de hacer algo por su cuenta que además podía cambiar para siempre su existencia, la cual ya percibía como banal, no lo pensó dos veces. Firmó las autorizaciones un lunes y el miércoles de esa misma semana, comenzaron a hacerle pruebas.
Analíticas, electrocardiogramas, resonancias magnéticas, pruebas oculares... ese jueves le pusieron una especie de anillo en la frente, que rodeaba su cabeza canosa y le hicieron la última: tomografía por emisión de positrones. Todo correcto. El viernes ya tenía en su poder el formulario de ingreso relleno con un sello rojo en el que se leía “apto”.
-El lunes nos vemos –dijo el doctor extendiéndole una copia del documento –. Recuerde venir en ayunas y si tiene cualquier duda durante el fin de semana, puede localizarme en el móvil.
Dudas tenía muchas, pero la determinación anquilosada había empezado a palpitar precipitadamente. Y aunque una mínima parte de su conciencia le tachaba de loco, el resto estaba en calma e incluso sentía una inusual esperanza.
El lunes a primera hora entraba en el hospital universitario, vestido con un chándal y portando una pequeña bolsa de deporte con varias mudas y una bolsa de aseo.
Iba solo. Alina se había negado a acompañarle, y tampoco le había dado un cumplido beso de despedida.
-Bueno, Markel, ya es el día. ¿Nervioso?
-Un poco, Doctor Álvarez, para qué nos vamos a engañar.
-Vamos a repasarlo todo bien y enseguida pasaremos a la sala de preoperatorio. Usted va a estar consciente en todo momento de esta primera fase de la intervención,
nunca sedado, ya que la química de la anestesia podría interferir en el resultado. En la segunda sí, ya lo sabe, es necesario. Estará conectado durante varias horas por unas sondas colocadas en
diferentes partes del cerebro a una máquina que llamaremos M.B. Durante este tiempo usted hará el ejercicio de recordar con la mayor nitidez posible episodios de su vida en los que piensa que
tomó una decisión poco acertada, en otras palabras, momentos que le gustaría cambiar. Esas imágenes quedarán codificadas y archivadas en una tarjeta de memoria. Recuerde que exclusivamente usted
puede desclasificarlas. Y aquí la primera parte habrá concluido. Por la tarde, se le dará esa MICRO SD y tendrá dieciséis horas para visionar las imágenes en un monitor, a modo de tráiler de
película, escenas de mayor o menor duración, colocadas en el orden que usted las haya ido recordando, por eso es aconsejable un orden cronológico, pero como le digo, es lo recomendado, ni mucho
menos obligatorio, la mente a veces tiene saltos temporales incontrolables. Sigamos… tras ver las imágenes, que estarán numeradas, y decidir aquella a la que le gustaría volver para, no digamos
enmendar un error, sino vivirla de otra manera, ha de concentrarse en ella y anotar el número de imagen que figurará en el margen superior derecho del fotograma, por llamarlo de algún modo,
después podrá asearse, descansar y comer algo antes de las doce de la noche. Transcurridas esas dieciséis horas, una enfermera vendrá a por usted, mañana a las nueve, será conducido a quirófano y
comenzará la segunda fase. Se le aplicará anestesia multimodal, que es la combinación entre anestesia general por vía intravenosa e inhalatoria. Usted experimentará un sueño profundo y amnésico,
y despertará en los instantes previos a ocurrir la experiencia visible en la imagen seleccionada con anterioridad, teniendo usted la edad que corresponda a esa imagen y la capacidad mental
correspondiente a esa edad, sin que interfiera su vida actual en la simulada. Si usted actúa como lo hizo la vez anterior, la que ahora es un recuerdo, el experimento habrá concluido, pasará a
una sala de reanimación y tras permanecer en observación podrá irse a casa. Si usted actúa de forma diferente, esto es lo verdaderamente interesante de todo este estudio –subrayó con énfasis -,
cambiará el resto de su vida y podrá elegir, mediante una pausa hipnótica si quiere continuar con la vida que antes llevaba, es decir, esta, “la real”, o continuar con “la ficticia”, sin que
exista garantía alguna de que una sea mejor que la otra. Seleccionar la vida ficticia significa abandonar voluntariamente esta y morir de forma inducida, sin dolor alguno. Piense que puede elegir
“su vida nueva” y morir a las horas por un infarto. También le puede ocurrir eligiendo la que tiene, vaya. La inmortalidad está por inventar. – concluyó en tono jocoso.
-Todo claro. Adelante.
Markel ya tenía la imagen elegida desde la primera vez que le habían contado en qué consistía la investigación y todo el proceso. Haciendo un análisis profundo de sus recuerdos se encontró con momentos de su vida que le hubiera gustado simplemente borrar: una discusión con su madre días antes de que esta falleciera de forma prematura en un accidente de coche, broncas con su hermano con el que ahora llevaba casi tres años sin dirigirse la palabra, cómo afrontó que Alina perdiera el único hijo que engendraron… descartó los hechos que son irremediables y se decantó en su criba por una aventura del día de su boda, cuando conoció a la prima de Alina y en un arrebato mutuo y vehemente, a punto estuvo de escaparse con ella y abandonarlo todo. La imagen veintiuno fue la seleccionada.
Se durmió antes de contar tres y despertó, vestido con su traje marengo y la corbata malva, a juego con el ramo de violetas que portaba la novia que aún no había llegado. Nervioso, salió a fumar un cigarro por la parte trasera de la iglesia y se encontró con una joven vestida de turquesa, descalza, con los zapatos en la mano, que se frotaba los pies. Cuando ella alzó la vista y le miró, sintió sus ojos perderse en la inmensidad de un océano azul salpicado de espuma y una ternura infinita le hinchió el pecho. Hablaron con timidez pero cada vez más cerca, como si una fuerza sobrenatural atrajera sus cuerpos imantados por un encantamiento que les encerraba en una cúpula de pasión, hermética ante todo lo ajeno a ellos. Jamás había sentido eso por la mujer con la que tenía previsto subir al altar y jurarse amor eterno. De pronto un beso, y el claxon de un coche rompió el cristal amparador y la magia. La novia había llegado. Miró a Jimena que seguía ensimismada con la boca entreabierta y el carmín rosa pálido rebasando la línea de su labio superior, sacó un pañuelo y se lo tendió. El corazón le latía tan aprisa como a ella, que rechazó el trapo de hilo con un gesto.
-No quiero limpiarme un beso tuyo _dijo mirándole a los ojos.
-Yo tampoco quiero, pero quédate el pañuelo, por favor.
El párroco se asomó y le chistó. Movido por la inercia y arrastrado por una confusa carencia de voluntad, caminó hacia el cura que meneaba la cabeza con desaprobación. Entró y se situó frente al altar dispuesto a anular el compromiso, al tiempo que sonaba el himno nupcial y Alina hacía su entrada, vestida de blanco roto, con el velo sobre la cara y que al llegar junto a él, le retiró su suegro. Entonces le miró a los ojos y olvidó lo que acababa de ocurrir fuera. La mano fría de Alina tomó la suya, y al rostro le asomó una sonrisa tranquilizadora que le llenó de paz y sosiego. Se casaron y todo prosiguió como ya había ocurrido. El experimento había cesado. Sólo quedaba despertar.
-No se frustre –le dijo el médico-, en la mayoría de los casos, es lo que ocurre. El ser humano tiene tendencias fijas, eso es un hecho. Si repitiéramos esto dentro de diez años, en esa misma secuencia usted volvería a despertar.
Markel llegó a casa al día siguiente, después de tres días ingresado, se sentía agotado y malhumorado, pero tenía ganas de ver a su mujer. Quizá lo acontecido fuera
una prueba de un amor dormido y no muerto, pero ella no estaba en casa. Encontró una nota manuscrita:
Yo también quiero formar parte de ese experimento, saber si el volver atrás cambiaría algo de mi vida, porque llegados a este punto yo tampoco sé qué
quiero, aunque tengo claro lo que no quiero y es quedarme con la duda. Quizá le esté escribiendo a un muerto, si no es así y regresas, tienes lentejas en la nevera.
Era absurdo, Alina no podría participar en ese proyecto pues no se permitían vínculos de ningún tipo entre voluntarios, lo ponía en la solicitud de ingreso. Ella volvería y ambos se sentarían a comerse las legumbres al calor del fuego de la chimenea. Noviembre en Tudela era implacable.
Cuando se disponía a deshacer su pequeña bolsa, sonó el teléfono con un timbre irritante que pareció el preámbulo de la mala noticia. Alina había muerto,
arrollada por una excavadora que realizaba labores de desescombro frente al hospital. Ni si quiera había llegado a entrar.
Al día siguiente, en el tanatorio, mientras los suegros de Markel lloraban amargamente, él miraba el féretro cerrado al otro lado del cristal preguntándose si en vez de intentar cambiar su vida mediante artificios no hubiera sido más fácil hacerlo desde la honestidad y la conciencia. El destino no guardaba una carta en su manga sino barajas enteras. Y así estaba, absorto en sus pensamientos, impregnado de una tristeza serena cuando algo se le posó en el hombro. Algo blanco como una gasa estéril de hospital, se giró y se topó con Jimena, esta vez con los zapatos puestos, que le tendía el mismo pañuelo que él le había dado hacía veinte años.